Paró de caminar y contempló aquel hermoso jardín a través de las vallas. Permaneció un rato observando a los árboles, que pacientemente trataban de ocultar la hierba bajo un manto de hojas. Éstas caían lentamente, y se iban posando suaves y en silencio,sobre el suelo, alfombrando aquel lugar. Cuando el suelo estaba casi cubierto de canela y miel, cuando apenas se veía alguna porción de suelo verde y la labor de los árboles tocaba a su fin, el pícaro viento echaba por tierra su trabajo, y juguetón como un colegial travieso, se llevaba aquellas hojas y las lanzaba en remolinos, y las arrastraba por el suelo, y dibujaba con ellas cientos de formas efímeras en el aire, durante un instante, para después permitir que se desvanecieran. Y los árboles reemprendían su tarea con ahinco, como si nada hubiese ocurrido, como si no les importara que su tarea hubiera sido en vano, con la maravillosa paciencia de quien no tiene prisa por ir a ningun sitio, ni nada más a lo que dedicarse. Desde el duro asfalto, el Caminante se preguntó porqué la ciudad escondía tras las verjas aquellos mágicos lugares. Era como si temiera que alguien lo destruyera, como si tratase de encerrar todo lo verde y hermoso, todo lo que no fuera asfalto y humo… No lo entendía… Ciertamente aquel era un mundo extraño; en su planeta natal, aquello sería digno del más infame de los dementes, del menos cuerdo de todos los locos. La obra de un chiflado, aceptada por todo el mundo.
Zesagond
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