Una vez más lo intentó.
Alzó su mano, temblorosa y vacilante, rozando con cariño su mejilla. Entrecerró los ojos, y se dispuso a paladear ese momento electrizante que precede al beso, esa mirada al vacío desde el borde del abismo, el sabor de la incertidumbre y de la nada, mientras la otra mano trepaba audaz por su cintura.
Y entonces, con deliciosa lentitud, sus labios se tocaron suavemente. Apenas un roce, un atisbo de lo que sucedería a continuación. Después, mas lento aún, un segundo encuentro. Sintió el sabor de su aliento. Sintió el tacto de sus manos revolviéndole el pelo, ya de por sí desmadejado. Sintió que algo ardía en su interior. Sintió…Bah, era inútil.
Alzó la mirada al techo, derrotado. Aquella mirada felina de unos ojos castaños seguía clavada en el fondo de su mente y de nuevo conseguía desesperarle. Eran de un color vulgar, tan típico como las hojas secas en otoño, y sin embargo, distinguiría esa mirada y esos ojos entre un millón. Cogió una botella y observó el vacío en su interior. Con la segunda tampoco tuvo suerte. Pero la tercera aún contenía ese whisky tan fuerte que era capaz de enviar instantáneamente a sus neuronas de vacaciones. No más frases brillantes. No más pensamientos indecentes tirado en el sofá de aquel lugar, otrora un cuchitril para solteros, hoy vórtice de caos y restos de un tren de vida autodestructivo por necesidad. Solo tiempo vacío y yermo flotando a su alrededor junto a notas de algún blues olvidado y volutas de humo agonizantes en el aire.
Lo peor de todo era que no se veía capaz de seguir adelante hasta superar aquello. Él la ama, y ella a él no, pensaban sus amistades, cada día más escasas. Pero se equivocaban. Y de qué manera. Ojala fuera eso. Pero su absurda mente romántica y soñadora, llena de pájaros y quimeras le había creado un enemigo aún peor. Uno que ni él mismo alcanzaba a comprender del todo.
Con una pizca de mujer real, había creado un ideal canónico tal, que no le permitía amar a otras por no defraudarlo. Tan simple como estúpido, el escritor quemaba sus virtudes y lapidaba sus habilidades e ingenios, marchitándose a la sombra de su propia maldición reflexiva.
Incapaz de enamorarse de ninguna, seguía perdiendo la cabeza por cualquiera, hostigado por La Idea: “¿Será ella?”. Pero la triste realidad es que jamás lo era. Y en cuanto lo descubría volvía decepcionado a su espiral de soledad autoimpuesta, negando su genio a todas las maravillosas damas que pugnaban sin éxito por su cariño.
En un rincón de su mente una voz maliciosa le gritaba: “¡Folla! ¡Folla hasta hartarte! Podrías hacerlo, deberías hacerlo… ¿Por qué no lo haces?”. Aunque él siempre la ignoraba. Se conocía a sí mismo. Sabía que moriría persiguiendo su propio fantasma. Lo sabía y no podía evitarlo. Y eso era lo más trágico. Aun así, soñador sin remedio, siempre albergaba la esperanza de que una entre la multitud, consiguiera engañarle, hasta el punto de hacerle pensar: “Es ella”.
Hasta entonces, su plan era continuar hostigando a su hígado y su cansada mente ególatra y pretenciosa.
El sol comenzaba a teñir de oro y ocre las fachadas de los edificios. Se incorporó trabajosamente y recorrió la estancia despacio. Se paró un instante a observar su reloj de pared. Desde hacía semanas sus fatigadas manecillas se esforzaban infructuosamente por pasar de las ocho y media. Llegó hasta el espejo y contempló en él su reflejo.
Su pelo estaba como siempre, como a él le gustaba, revuelto e indomable. Pero las ojeras bajo sus ojos cansados habían adquirido dimensiones y tonalidades algo preocupantes. Su barba estaba fuera de control y había conquistado ya gran parte de su rostro. En su torso había quedado plasmado el relieve del sofá, debido al contacto más que prolongado con él.
Soltó un gruñido. No le gustaba nada lo que veía. Le quedaban dos opciones: La primera era acusar al espejo de embustero, ignorar su reflejo y pedir por encargo más botellas y comida. La segunda era buscar en su interior algo de dignidad, amor propio u orgullo, ducharse de una vez, y salir al mundo exterior, a seguir buscando, o a intentar dejar de hacerlo.
Volvió a mirarse de arriba abajo, como si se viera por primera – o última – vez. Después de dedicarle al escritor del otro lado del espejo, una de esas sonrisas traviesas que tantos éxitos podrían haberle cosechado, comenzó a buscar su camisa favorita entre papeles, botellas, libros, latas de cerveza y montones de ropa. Ya era hora de cambiar.
Zesagond
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