No es oro todo lo que reluce, ni toda la gente errante anda perdida.

Tristes pájaros

26 mayo, 2011

Diego se acababa de instalar en su nueva casa. No era una mansión, pero tampoco era una de esas cajas de cerillas de treinta metros cuadrados, que estaban tan de moda en Madrid. Con una hipoteca que terminaría de pagar el día de su jubilación, si no hubieran atrasado dicha fecha un par de años, las perspectivas eran poco halagüeñas. Sin embargo, Diego estaba muy ilusionado, ya que por fin se había instalado con la chica de la que llevaba enamorado desde el instituto…

¡Ah! No sabéis cómo desearía que esta fuera la historia que os voy a contar… por desgracia, nuestra historia empieza con una discusión, un “ya no te quiero” y un portazo. Lamentablemente, lo de la hipoteca…bueno, eso si es cierto. Así que Diego yacía sobre el sofá nuevo, con cara de haber sido operado de apendicitis sin anestesia, y con esa mirada vacía, perdida en el infinito. Odiaba verle así… Pero era algo lógico. Además de la ausencia, los celos lo asfixiaban. No sabía quien era “el otro” pero sentía una mezcla de cólera y envidia hacia él. Podía sentir ese vórtice de oscuridad en su pecho, enturbiando su ánimo y dificultando cada respiración.

Soportando como pudo a esa bestia herida, que anidaba bajo sus costillas, y que con sus zarpas araña el borde de su madriguera, Diego continuó con la vista fija en el techo, sin fuerzas para hacer nada más, y comenzó a tratar de intuir cómo serían los próximos días. Las perspectivas resultaron menos alentadoras aún.

Las cuerdas con las que creía manejar su vida comenzaron a enrollarse entre sus dedos, hiriéndole y asustándole, haciendo que se cuestionara su modus vivendi, desde los asuntos más ínfimos hasta detalles más sustanciales. Su mente se encontraba bloqueada, encerrada en su prisión de miedo y sorpresa. Miraba al techo con la mirada perdida. Deseaba saltar, gritar, llorar, golpear algo… pero seguía sin poder moverse.

El persistente pitido del despertador le devolvió a la realidad. El mundo no deja de girar sólo porque tú estés pasando un mal momento. ¿Cuántas horas llevaba ahí tumbado? ¿Había dormido? Ahora eso no importaba, aunque empezaba a preocuparme su falta de apetito. Se fue sin desayunar, hacia los juzgados, para recurrir, junto con otra veintena de personas, su despido improcedente.

Volvió unas cuantas horas mas tarde – cuando el astro rey ya se había ocultado – con cara de pocos amigos, y luciendo sus ojeras labradas durante la noche anterior. Dejó la carpeta con los papeles sobre la mesa, y comenzó a escribir en su ordenador. Aquello siempre le relajaba; el compartir su vida, aunque fuera con un teclado y una pantalla le ayudaba a sobrellevar las cosas. Escribió cómo un juez a quien parecía importarle más lo que echaban en ese momento por la tele, que el futuro de los denunciantes, había fallado a favor de la empresa, dejándoles en la calle sin ningún tipo de indemnización.

Esbozó una sonrisa cansada, mientras en el procesador de texto, brotaba la historia de una niña, con la que había coincidido en el metro: Cabellera rubia enmarcando unos enormes ojos castaños, abiertos y vigilantes con el interés de quien descubre algo nuevo…tenía esos mofletes que tanto fascinan a las abuelas, enormes y rosados. Pero no fue eso lo que sacó a Diego del trance en el que se hallaba, sino las sorprendentes cavilaciones de la pequeña, sobre cómo se movía esa cosa en la que iban montados. Con un inusitado y pueril encanto, elaboraba sus teorías sin usar engranajes, motores ni electricidad, sino ruedas y misteriosos objetos mágicos que daban vida a los trenes cuyo único afán era ganar en aquella gran carrera a los otros trenes.

Esos detalles conseguían abstraer a Diego de su mundo, llevándole a otro, más pequeño, más sencillo y enteramente suyo. Solía fantasear con realidades paralelas, e imaginarse a sí mismo realizando proezas que en la vida real nunca podría hacer, o jamás se atrevería a llevar a cabo. Se pasó las manos por el pelo, algo más relajado y suspiró.

Se sentía tranquilo, pero las innumerables facturas, y las astillas de su corazón, pendían sobre su cabeza cual espada de Damocles, amenazando con aniquilar su remanso de paz. No eran problemas tan graves, había gente en situaciones más complicadas, con problemas infinitamente peores…Sin embargo, no era capaz de seguir con su vida como si nada hubiera ocurrido. Eran cambios demasiado grandes y repentinos. Mientras yo trataba de desbrozar los pensamientos de Diego, éste, sin previo aviso, se levantó de un salto del sofá. Acto seguido, apagó el ordenador, cogió sus llaves y se largó.

Domingo. Diego lleva desde el viernes sin aparecer por casa ni dar señales de vida. Es raro; no suele comportarse de esta forma…empiezo a estar preocupado por él.

Pasadas las diez de la noche de ese mismo día… ¡Por fin! Diego aparece por la puerta, sonriente, y fresco como una rosa…Pero ¿Dónde ha estado? Desde luego, no parece el mismo…Se ha cortado el pelo. Lo cierto es que ya iba siendo hora…aunque él lo prefiera un poco mas largo, hay que cortarlo de vez en cuando. Pero lo mas notable es el cambio anímico… ¿Que ha hecho estos días para estar de tan buen humor? Diego siempre se impone sobre sus depresiones sin tardanza, blandiendo su sonrisa, pero… ¿dos días? No, era demasiada rapidez… ¿Qué ha pasado? Estas preguntas aguijoneaban mi mente, mientras me corroía la duda…Sin embargo, mi incertidumbre se disipó en seguida, cuando una llamada telefónica de uno de sus mejores amigos, provocó por parte de Diego una detallada descripción de lo que había hecho durante su ausencia.

Tampoco había ocurrido nada del otro mundo, pero Diego tenía una forma de ver las cosas tan sumamente particular, que un puñado de nimiedades, le había bastado para darse cuenta de que podía controlar su situación, y que no eran tan fieras las bestias que le hostigaban.

Comenzó su relato explicando que había ido a pasar el fin de semana a casa de sus padres. Pensó que eso le ayudaría. Y no se equivocó.

Su familia era algo peculiar… Vivían juntos pero casi no se conocían. Se daban dos besos todas las mañanas, se querían un montón, pero no sabían apenas los unos de los otros. Cuando todo iba bien, se amparaban en la conversación trivial, y deliciosamente absurda, que tan fácilmente surgía en esa santa casa… y cuando las cosas se torcían, se apoyaban entre ellos. Eran, como ya he dicho, una familia poco corriente…Quizá eso fue lo que impulsó a Diego a hacer una pequeña trastada, como las que solía hacer años atrás. Colocó el dentífrico en la cocina, en el lugar de la aceitera, y ésta, en el armario de los cepillos de dientes. Después de comer, simplemente esperó.

Al ir a lavarse los dientes, la madre, se extrañó de encontrar ahí el aceite, y al ir a colocarlo en su lugar, descubrió el dentífrico. El hermano pequeño al no encontrar sino aceite en el baño, usó la palabra mágica – ya sabéis, esa que tras pronunciarla a viva voz nos permite encontrar cualquier objeto de la casa –: ¡MAMÁ! De nuevo la madre volvió a colocar cada objeto en su lugar. El padre, por último, encontró la aceitera en el baño, y tras un rápido vistazo y al no encontrar el dentífrico, se lavó los dientes con aceite, y ya aparecería la maldita pasta de dientes. Lo que más me llamó la atención es que ninguno de ellos comentó el incidente… ¿Tan nimia era su curiosidad? ¿Nadie se molestaría en tratar de averiguar lo ocurrido? El joven paró con su experimento sociológico cuando vio acercarse a su abuela. No quería tomarse una ensalada aliñada con dentífrico para cenar. Aunque tuvo que reconocer que su pequeño ardid había resultado de lo más divertido.

Pasado un rato, sus padres entraron en su habitación con ánimo de confortarle y de aliviar sus penas. Diego aceptó un par de abrazos, pero le incomodaba autocompadecerse, y también el hecho de que sus padres lo encontraran tan compungido, así que no prolongó mucho la escena.

Después, por la tarde, cuando es muy pronto para cenar, y demasiado tarde para merendar, Diego acompaño a su abuela de vuelta a su casa, mientras ella le decía lo mucho que había crecido (como siempre)… “Abuela, ¡pero si me viste ayer!” “Da igual, yo te veo más alto”… era un ciclo sempiterno de incesantes halagos de abuela. Diego no podía evitar reírse con ella. Era incorregible.

Tras la despedida, Diego disfrutó del paseo hasta la estación de Metro. Las farolas ya despertaban, y el aire fresco le produjo una agradable sensación de bienestar. Ese clima que tanto le agradaba contribuyó en gran medida a su deseo de salir a correr un rato. Así que en un instante lo decidió y lo hizo…Llevaba pantalones de chándal, así que no tuvo ni que pasar a cambiarse.

Instantes después, Diego corría por las afueras de aquella ciudad que le había robado las estrellas…pero en la periferia, su poder disminuía, y algunas de ellas conseguían hacerse ver entre los humos y las luces. Corrió durante casi una hora, reflexionando los primeros momentos, y fantaseando el resto del tiempo…el hecho de que no llevara auriculares con música ni nada similar, aumentaba su capacidad para imaginar disparatadas historias, o hacerse preguntas estúpidas como: ¿Son felices los pájaros en la ciudad?

Sumido en estos pensamientos, y otros más absurdos, caminaba de regreso hacia la casa que le vio crecer, cuando una voz le sacó del trance. Se volvió justo a tiempo para ver como un remolino castaño se cernía sobre él, y si bien se sorprendió del inusitado incidente, mayor aún fue su sorpresa al descubrir quién era la joven que lo abrazaba. Diego cerró los ojos, y bebió de su presencia, antídoto para su veneno, mientras la abrazaba con fuerza.

A través del teléfono, narraba aquel reencuentro con un deje de emoción en su voz. Describió embelesado su mirada, hecha de luz y calor. Aquella chica, Alicia, siempre había conseguido contagiarle una sonrisa, con su peculiar modo de ver la vida, o su simple presencia, jovial y alegre por naturaleza.

Tras aproximar el tiempo que llevaban sin verse – cerca de un año – detalló cómo las palabras brotaban de forma incontrolada, a borbotones. Cada frase más o menos seria portaba oculta toda la añoranza que había dormitado aletargada en sus mentes hasta aquel momento. Trataban de ponerse al día rápidamente, apreciando los cambios desde su último encuentro…Claro que entonces todo había sido distinto. Ella le había contado lo que sentía, a sabiendas de que Diego estaba comprometido. Azorada, pidió a nuestro amigo que olvidara aquello, que sólo habían sido palabras inapropiadas… Pero fue imposible. Sólo algunos idiotas consiguen hacer que las palabras sean solo palabras. Y las suyas provocaron un distanciamiento, que acababa de tocar a su fin. Parecía que Alicia había superado aquello y el volver a estar en contacto con ella, representaba, no sólo un férreo apoyo en esos momentos, sino el retomar una gran amistad, lo cual era algo fantástico, lo mirara por donde lo mirase.

Ella le pidió que le prometiera un final feliz, no como el anterior. Él la miró con tristeza… ¿Cómo iba a prometerle semejante cosa? Él sólo sabía de comienzos…

Sonrió, sin embargo, incapaz de ocultar la sonrisa que le provocaba su interlocutora, y comenzó a hablar sobre ¿la felicidad de los pájaros? Este muchacho no está del todo en sus cabales…

Finalizando así su relato, colgó el teléfono, y aún sonriendo se tumbó de nuevo en el sofá. Con otro talante, cogió su guitarra, y sin abandonar la posición, horizontal, comenzó a tocar acordes sueltos, inconexos, dejando que recorrieran su nueva casa (aún sin pagar) y se apagaran en la distancia.

Desde luego, Diego era un ser algo extraño…Sin embargo, no podía evitar tenerle cariño, y sorprenderme de lo cambiante de su estado de ánimo. A pesar de todo, parece irle bien, de momento, aunque el cómo va a pagar la casa estando sin trabajo, es algo que me inquieta ligeramente. Pero a él no parece preocuparle. Así que ahora, si me disculpan, creo que iré a dormir un rato… estos días tan moviditos me han dejado exhausto.

Zesagond

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