Andrés salió
de su casa una mañana, de un día cualquiera, de cualquier año. Su
calle seguía igual que todos los días. Los coches pasaban con la misma
prisa, los niños iban al colegio armando el mismo alboroto y los mismos
árboles de siempre se mecían con la suave brisa de aquella soleada
mañana. Y aquel joven –de no más de veinticinco años- se dirigía
al trabajo como todos los días. Inspiró. El aire fresco le despejó,
en parte y comenzó a sentirse bien, por nada en particular, sin saber
muy bien por qué.
Caminó
hasta la parada del metro y esperó en la enorme cola que se había
formado ante la ventanilla para sacar los billetes. Mientras la fila
avanzaba, un músico callejero comenzó a tocar el saxofón. Una
preciosa melodía, que a él se le antojó triste y melancólica,
comenzó a brotar de aquel instrumento. Parecía imposible que semejante
música procediera de aquel hombre sucio y de su destartalado instrumento.
Pero como si la mismísima Calíope le susurrara al oído, aquel
hombre seguía tocando. Y aunque nuestro amigo no era partidario de
fomentar la mendicidad, se sorprendió a si mismo auto persuadiéndose
para darle algo a aquel artista. So pretexto de recompensar el arte,
le entregó el poco dinero que le habían devuelto al comprar el billete
y subió al tren, tarareando aquella melodía. A Andrés le gustaba
imaginar fantasiosas historias de aquellos desconocidos que le parecía
que tenían algo especial o diferente al resto. Le encantaba ese pequeño
juego y muchas veces lo hacía sin siquiera proponérselo. Era su manera
de personalizar el mundo. Así, ese tipo se convertía en un talentoso
bohemio que había aprendido en París, en Montmartre y había
decidido ver mundo, viviendo sólo de su arte. Tras conocer multitud
de culturas habría acabado en Madrid, sabiendo del mundo mucho más
que algunos que presumen de eruditos. A Andrés le encantaba crearse
sus personajes, para moldear la realidad a su manera.
Caminó
desde la estación, atravesando aquella bulliciosa calle de Madrid.
Los coches circulaban lentamente por las calzadas. Algún conductor
irritado gritaba y tocaba el claxon. Andrés llegó a la puerta de su
edificio, donde algunos de sus compañeros de trabajo se fumaban el
primer cigarro de la mañana antes de entrar a la oficina y charlaban
despreocupadamente con Arsenio –un vagabundo que siempre se sentaba
junto a la puerta de su oficina a pedir, y divagaba con los empleados-
que reía alegremente.
Entró
en el edificio tras saludar al pequeño grupo de la puerta, y aún alcanzó
a escuchar un fragmento del discurso del mendigo, acerca de la política
y de las miserias del capitalismo. Sonrió. Aquel hombre tenía una
visión del mundo muy peculiar y unas ideas un tanto revolucionarias.
Claro, que si te parabas a pensar cómo le había tratado el mundo,
no era de extrañar. Arsenio no hablaba de su vida. Nunca. A Andrés
le gustaba imaginar posibles historias pasadas de aquel hombre. Suponía
que era de origen Cubano y que era un hombre maravilloso, pero por una
serie de casualidades, o algunas perrerías de la vida, había terminado
perdiéndolo todo (si es que alguna vez lo había tenido), aunque sin
perder sus principios.
La joven recepcionista
le saludó amablemente, con una mirada tierna. Le gustaba, estaba claro,
pero él nunca se había sentido atraído por ella, a pesar de las insistencias
de sus compañeros. Quizá fuera por que no la conocía mucho- ni siquiera
sabía bien como se llamaba…Aída…Ana…algo así- pero no se interesaba
por aquella chica, a pesar de que, según sus compañeros, si no hubiese
ido a la universidad se habría podido ganar la vida como modelo. Y
no les faltaba razón. Con una sonrisa amable, Andrés le devolvió
el saludo y se dirigió a su puesto de trabajo.
Tras dos horas
ante el ordenador, la secretaria subió y, tímida como una colegiala,
le informó de que el jefe quería verle en su despacho. Andrés la
siguió, sin poder evitar admirar un par de veces la figura escultural
de aquella mujer. Se dijo así mismo que aquello no tenía nada de malo
aunque se sorprendió bastante…nunca la había mirado así antes.
Entró
en el despacho del jefe, sumido en sus ensoñaciones, ordenando sus
pensamientos. Éste le sacó del trance, invitándole a sentarse.
Estaban en una angosta sala, con las paredes repletas de gráficos y
estadísticas. Tras un escritorio con una placa dorada que decía: “señor
Martínez”, un hombre gordo y grasiento le invitaba a sentarse, mirándole
a través de sus enormes gafas. Andrés aborrecía a aquel tipo. Era
un hombre ya entrado en años, para quien los empleados no eran más
que un conjunto de nombres y números que figuraban en los archivos
de la empresa. A Andrés le costaba mucho odiar a la gente, pero aquel
hombre era uno de los pocos que lo había conseguido.
La silla del
señor Martínez crujía, como si se quejara de tener que soportar tanto
peso. Andrés se imaginó por un momento a su silla, relajada sosteniendo
sus escasos 60 kilos animando a la otra, que parecía estar a punto
de partirse en dos.
No se había
parado a pensar por qué le habían convocado allí hasta que el señor
Martínez pronunció las palabras “recortes de presupuesto” y “reducción
de plantilla”. En ese momento, se olvidó de las sillas y la realidad
le golpeó, fría y dura, como un muro de hielo. Escogiendo con cuidado
cada palabra y ocultando cuidadosamente una daga cargada de rencor en
cada una de ellas, preguntó el porqué de su despido. Su interlocutor
se rascó el poco pelo que le quedaba, y farfulló algo acerca de crisis
y de falta de competitividad. Andrés sabía que aquello no era cierto.
Pero también sabía de sobra que no conseguiría nada quejándose a
aquel hombre y menos diciéndole un par de verdades que se le estaban
pasando por la cabeza. Casi nunca se enfadaba, por eso cuando esto ocurría
le costaba mucho controlar su ira. Respiró hondo. Inspiró. Logró
dominarse y preguntó si tenía derecho a alguna clase de indemnización
por aquel despido. Su ex-jefe le indicó que tendría una carta encima
de su mesa con una compensación económica.
Fulminó
con la mirada al señor Martínez, que le miró con suficiencia
y siguió leyendo el periódico. Estúpido prepotente…La ira
de Andrés aumentó cuando tras dos años de trabajo sin que nadie le
pudiera reprochar nada, observó su “compensación económica”.
Seguramente Arsenio ganaba más dinero en un día, que el que había
en ese sobre.
No recogió
sus cosas, todas eran de la empresa. Ni siquiera estaba en su mesa la
típica foto en la que el trabajador abraza a su novia, pues tampoco
tenía. Atravesó el pasillo pensando lugares en los que el señor Martínez
podría colocarse sus limosnas cuando su humor mejoró considerablemente
al escuchar un crujido y un ruido sordo -seguido de un fuerte estruendo-
procedente del despacho del jefe.
Dos minutos
después, en la planta baja del edificio, mientras se despedía de la
secretaria – que por cierto se llamaba Ana- y de sus compañeros
se escuchó la voz del señor Martínez por el interfono pidiendo una
silla nueva, alegando que la suya empezaba a resultarle incómoda. Atravesó
el vestíbulo por última vez, con una sonrisa pintada en la cara, riéndose
por dentro de aquel cerdo. Y entonces el despido no le pareció tan
malo. Tenía algo de dinero ahorrado y sus estudios universitarios.
Ya se las apañaría. De momento, no suponía nada grave. Con
renovado optimismo, salió a la calle, despidiéndose de Arsenio
y avanzando ágilmente se perdió entre la multitud hacinada en las
aceras.
Paseaba sintiendo
la cálida caricia del sol cuando pasó junto a una parada de autobús.
Y, de repente, sintió el deseo de subir en uno, fuera el que fuese,
rumbo a ninguna parte. Ya tendría tiempo mas tarde de volver a casa.
Así que lo hizo. Se sentó en la parte de atrás y comenzó a ver pasar
los edificios, la gente, los coches…como si estuvieran en un cuadro,
como si fuera un mundo lejano, extraño y a la vez, hermoso. Los parques,
las tiendas, las avenidas…todo pasaba como una muda película, que
le absorbía, haciéndole olvidar todo lo que había ocurrido durante
un rato. De repente, su móvil comenzó a sonar, sobresaltándolo y
sacándolo de su embeleso.
La voz de su
prima se escuchó al otro lado del teléfono; se la notaba alterada.
Estaba en Ávila por no se qué asuntos de trabajo- a Andrés
siempre se le olvidaban esa clase de detalles- y estaba preocupada porque
le habían llamado del colegio de su hijo, para que fuera a recogerle
debido a un pequeño “incidente”. Ella obviamente no podía ir,
y su marido estaba trabajando y tampoco podía. Para colmo el imbécil
del director no había dicho si el crío había hecho alguna trastada
– que no era algo frecuente, pero tampoco es que no hubiera ocurrido
nunca- o si se había hecho daño, por lo que la preocupación de su
madre era aún mayor. Le pidió a Andrés que se acercara a recogerle.
Éste la tranquilizó como pudo y le prometió que iría en seguida.
Tras un millón
de agradecimientos por parte de su prima, se despidieron.
Siempre habían
estado muy unidos, desde pequeños. Se bajó del autobús y miró a
su alrededor. No estaba demasiado lejos del colegio del chico. A quince
minutos en metro, veinte, tal vez…
Entró
por la primera boca de metro que vio, con ciertas prisas, y subió al
tren. Él no estaba preocupado por el chico; no creía que le hubiera
pasado nada malo. No era de esos niños que fueran a lo loco por la
vida, de esos que sólo aprenden a base de “te lo dije”. Era cauto,
y bastante listo la verdad.
Sin embargo
la oscura sombra de la duda se asomaba tímidamente en su cabeza. Procuró
no pensar nada malo y conservar la calma. Con una madre histérica era
suficiente.
Sumido en sus
pensamientos, no se fijó hasta pasadas un par de paradas, en la
gente que había a su alrededor. Todos estaban en silencio, como invadidos
por un extraño sopor, a excepción de un pequeño grupo de adolescentes
que gritaban y reían al otro extremo del vagón. En frente de Andrés,
una joven leía un libro en silencio. Era guapísima. Y él se había
quedado mirándola sin darse cuenta. Entonces, ella levantó la vista
del libro y le miró. Al darse cuenta de que estaba siendo observada
sus mejillas se tiñeron de rubor. Puede que Andrés dulcificara su
mirada sin pensarlo, puede incluso que su cara resultara algo cómica
debido al estupor que sintió. En cualquier caso, al ver a nuestro amigo
ella esbozó una tímida sonrisa y desvió la vista, azorada. Para él
había dejado de existir cualquier cosa que no fuera ella. No había
vagón, ni gente amodorrada, ni adolescentes repletas de hormonas. Aquellos
ojos proscritos, ladrones de luz de luna, habían hipnotizado a Andrés
por completo. Ella le dirigía miradas furtivas. Él simplemente no
dejaba de mirarla. En ese momento deseó hablar con ella, deseó sentarse
junto a ella y preguntarle su nombre; deseó que la parada en la que
tuviera que bajar ella, estuviera muy, muy lejos. Pero no fue así.
Unas cuatro paradas después de que Andrés subiera al tren, ella cerró
su libro, miró largamente a nuestro atónito amigo, y se marchó. Él
se bajó del tren un par de paradas después que ella, maldiciéndose
por no haber sido capaz de decirla nada. Cuando el colegio apareció
ante sus ojos, todas sus conjeturas quedaron relegadas a un discreto
segundo plano.
Las altas verjas
rodeaban el patio, en cuyo centro se encontraba un edificio grisáceo
y antiguo. Algunos chicos jugaban al fútbol, otros se perseguían y
gritaban. Un ramalazo de nostalgia sacudió a Andrés al recordarse
a sí mismo con aquella edad, jugando a esos mismos juegos. Una etapa
de la vida en la que tu única preocupación es ganar un partido, o
ser más rápido que quien te reta a una carrera…Sacudió la cabeza
sonriendo mientras entraba en el edificio.
Se encontró,
sorprendido, con una estampa de lo más navideña. El suelo estaba completamente
blanco y unos diez muñecos de nieve de ocho años pululaban por el
pasillo. Entró en el despacho del director, donde éste, regañaba
a otro muñeco que se limitaba a mirar al suelo, sentado en una silla.
Ese muñeco era el motivo por el que Andrés estaba allí.
Tras identificarse,
y saludar al chico, el director le explicó, con muchos gestos y aspavientos,
lo que había ocurrido. Por lo visto una monumental humareda había
sido causada por aquel tierno infante, que había tenido la feliz idea
de abrir un extintor. Y a todos los alumnos que había pillado por medio
casi los asfixia. Al menos según lo contó él; pero a Andrés no le
pareció que los niños de fuera hubieran sufrido con el incidente.
Más bien al contrario. Jugaban, corrían, reían, blancos como la espuma
del mar. Sin embargo, prefirió no decir nada. Apaciguó como pudo los
ánimos de aquel anciano director, pagó el importe de la recarga del
extintor, y cogiendo al niño de la mano, salió del despacho, algo
ofuscado por la actitud de aquel hombre, que parecía odiar a los niños,
o tratarlos como a soldados. No le soportaba.
Andrés cogió
de la mano a aquella nube, que le miraba de abajo a arriba con un tímido
gesto de disculpa. Aquello resultaba realmente cómico, pero no podía
reírle la gracia al chico. No debía fomentar esas cosas. Entonces,
mientras salían caminando lentamente del colegio, aquella bola de algodón
susurró:
– Sólo quería ver para que servía eso…lo siento.
Andrés
se rindió a aquel muchacho. No fue capaz de permanecer serio. Sonrió
con cariño y respondió riendo jovialmente:
– Pareces una oveja…Anda,
vámonos a casa – le revolvió su pelo castaño, provocando una pequeña
nevada – necesitas darte una ducha…como te vea tu madre así
Esto le recordó
que tenía que llamar a la madre de la criatura, para decirle que el
chico estaba bien. Se refirió al asunto como “un desafortunado incidente
sin consecuencias…” – decidió que el extintor corriera de su
cuenta para no causarle más problemas… – y so pretexto de que entraban
en el metro, colgó.
En el vagón,
Andrés escuchó con interés el relato de la pequeña aventura que
su acompañante le contaba, mientras que a su lado, un hombre trajeado
leía las desdichas del mundo en un periódico medio desmantelado.
Más tarde,
después de dejar al chico en su casa, con su padre recordó súbitamente
su despido. Con todo el jaleo del extintor, lo había olvidado. Pensó,
de camino a casa que debía buscar trabajo, pero no inmediatamente.
Necesitaba un par de semanas de asueto. Quizá un mes. Puede que viajar
a otro país. Estar con sus amigos… Y dedicarse algo de tiempo a sí
mismo.
Muchas veces
con el trabajo, olvidaba las cosas que le gustaba hacer. Y eso no le
gustaba nada. Así que, ¿quien sabe? A lo mejor construía una
maqueta. O se marchaba con la bici a dar una vuelta. Quien sabe.
Perdido en
estas ensoñaciones, llegó a casa. Lo primero que hizo fue darse una
ducha. Miríadas de gotas de agua caliente acariciaron su piel durante
un rato. El suave vapor inundó la habitación junto con un suave olor
a champú. Una vez se puso cómodo, vagó por su casa, sin saber que
hacer.
Al pasar ante
su escritorio, vio la vieja máquina de escribir de su abuelo. Y repentinamente,
comenzó a sentir una fuerte atracción una fuerza casi magnética,
un intenso deseo de escribir. Así que sin pensárselo dos veces, colocó
una hoja en la máquina, y escribió acerca de trenes, de mendigos y
de extintores. Pero sobre todo, escribió sobre una misteriosa mujer,
que le había mirado en un tren y a la que no volvería a ver.
FIN
Zesagond
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