No es oro todo lo que reluce, ni toda la gente errante anda perdida.

Uriel

14 febrero, 2010

¡Oh, qué delicia! ¡Oh, que sumamente deliciosa le resultaba para sus oídos esa profunda sinfonía, ese conjunto de melodías tan exquisitamente entrelazado! ¡Oh, que suave degustación sonora, esa ambrosía melodiosa, ese néctar rítmico! ¡Oh, que profundos resultaban esos coros, que cantados por ángeles parecían…!

Todo esto es lo que oía, lo que sentía Uriel, al ver el cadáver de su hermano en sus pies. Realmente no quería mover el cuerpo, pues le resultaba frustrante el hecho de que no volvería a oír aquella dulce música si abandonaba el cuerpo exánime de su más cercano allegado. Sin embargo, si lo dejaba ahí, a la mañana siguiente lo encontrarían, y sería más que probable que el primer sospechoso fuera él, ya que eran más que conocidas las numerosas disputas que tenía con su hermano. Se sentó en el suelo y, tras meditarlo, arrastró durante horas el cuerpo de su hermano hacia el barranco más cercano al monasterio. Al menos -se consoló para sus adentros Uriel- he estado disfrutando de esa divina sinfonía todo el viaje. Volvió a abrir las puertas del monasterio con sumo cuidado, se dirigió a su alcoba y durmió plácidamente todo lo que restaba de noche, intentando antes de conciliar el sueño recordar esa fantástica filarmonía.No conseguía recordarla… era frustrante.

A los días siguientes, se empezó a investigar la desaparición del hermano de Uriel. Todos los mandatarios del alejado monasterio estaban, cuanto menos, irascibles ante cualquier insinuación del tema. Ellos conocían bien al desaparecido, y sabían que no era muy dado a las aventuras; no, al menos, en una zona alejada de todo foco de civilización, y en invierno. Además, tan bien lo conocían, que ésta última idea la descartaron de inmediato; era una absoluta necedad el aventurarse fuera de los protectores muros del monasterio, y más después de lo que había demostrado de lo que era capaz, de sacrificar, por mantenerse en este refugio de paz. No le costó al hermano de Uriel, un joven iniciado ganarse el favor de los santos dirigentes con esos favores nocturnos a los que no se negó en ningún momento una vez se le propusieron. Por supuesto, estos actos, de dudosa moralidad, no estaban al alcance de ninguna persona, excluyendo, claro está, a los que estaban inmersos en esta red de favores. Ninguno, salvo el querido hermano de este prometedor joven, el cual recibía el nombre de Uriel. Uriel no estaba, ni por asomo, celoso de la posición de su hermano. Es más -se solía decía a sí mismo por aquel entonces, mientras realizaba sus tareas en el huerto del monasterio- le asqueaba profundamente. Por supuesto, él jamás traicionó a su congénere contando sus escapadas nocturnas a los otros novicios; pero no era por falta de ganas. Prefería castigarlo él de algún modo, el que fuera. Muchas veces, fantaseaba con cobrar la penitencia a su hermano a base de golpes, propinados por él mismo.

Fue entonces, en esos días, cuando le asaltó esa divina melodía a la cabeza… La escuchaba por las noches, si bien no de una forma pulcra y definida; como si la oyera muy lejos, proveniente de lo hondo de un abismo. Las primeras noches eran una bendición a sus sentidos, y siempre deseaba que llegara la noche para así poder oírla. Sin embargo, a cada día que transcurría, la oía más y más distante. Cuando comprendió que llegaría el momento en el que no oiría esa divina sintonía, se sumió en la más profunda de las depresiones. Anduvo entre los demás lleno de apatía y un odio irracional durante semanas. Muchos le preguntaron el por qué de su abatimiento repentino, si bien Uriel les replicaba con violentos gestos y gruñidos, y se alejaba de ellos. Fue, a finales de una de estas semanas, cuando su hermano decidió contarle una noche más detalles de sus “aventuras”. El abatido Uriel no lo soportó más, y se lanzó contra su hermano. Se abalanzó sobre él, y, mientras permanecía su hermano en el suelo, cogido por la sorpresa, Uriel agarró un candelabro cercano a donde se encontraba en la habitación y sometió con él a golpes a su depravado hermano. Y esto fue, para sorpresa del homicida, el desencadenante de que volviera a oír esa milagrosa y misteriosa sinfonía. Ahora, que lo estaba rememorando todo, Uriel se sorprendió de desconocer por completo el tiempo que pudo haber estado arrodillado ante el cadáver de su hermano, sonriendo plácidamente mientras escuchaba aquello que sólo él podía oír. Le reconcomía por dentro el hecho de que no echara de menos a su hermano en ningún momento, ni sintiera remordimientos; no al menos hacia su acto, sino en que fuera incapaz de ver más allá del profundo odio que había sentido hacia su pariente, y de la pasión que le suscitaba el poder disfrutar de aquella angelical obra que repiqueteaba en sus oídos, cada vez, según le parecía, que cometía algún acto indecoroso, o al menos los fantaseaba o imaginaba.

Mientras seguían las investigaciones de lo sucedido con su hermano, Uriel intentó concentrarse en sus tareas en todo momento, para así poder olvidar todo lo que le había acontecido en su otrora tranquila vida en las últimas semanas. Siguió así, trabajando a un ritmo frenético en los campos, sin descanso, para poder así evitar pensar en el pasado, durante unos pocos días. Uriel llegó a entender que no podía seguir así, y que tampoco podía negar la necesidad que tenía de escuchar esa fantástica música; comprendía que estaba fuertemente ligado a ella, y que no se podía desprender fácilmente de su adicción. Así, pues, buscó ayuda donde no había querido recurrir desde el principio: a los monjes que se encargaban del mantenimiento del monasterio; debía confesarse ante ellos. Debía confesarse ante los mismos hombres que habían llevado por el camino de la depravación y la corrupción a su hermano. Debía confesarse ante aquellos hombres a los que apenas había visto personalmente, y mucho menos conocerlos y, sin embargo, había llegado a odiar sólo por lo que le relataba su depravado hermano sobre ellos y sobe lo que le “obligaban” a hacer. Al día siguiente de su decisión, Uriel, en uno de sus escasos tiempos libres, se inundó de valor y entró en el interior del monasterio. Sólo conocía la sala donde se celebraban las misas y el comedor. Sin embargo, no necesitaba muchos conocimientos más; las confesiones eran obligatoriamente diarias hasta los dos o tres primeros años de estancia en el monasterio, luego se daba vía libre a todo el personal. Uriel jamás había entendido esa norma, pero olvidó tales menudencias y se acercó a una de los muchos cuartos donde se podía confesar. Básicamente, era un pequeño cuarto, de, como mucho, tres metros de alto por dos de alto. En una esquina se podía observar un cubo con agua sacada del pozo aquella misma mañana, junto con otros recipientes cuya función era, según imaginaba Uriel, servir de recipiente para las necesidades físicas y naturales de los pobres sacerdotes obligados a permanecer allí durante toda la mañana, sin poder moverse del sitio. En medio de la sala, había dos sillas, separadas por una mampara de madera, recargada de detalles, que servía para ocultar la identidad del confesor al ejecutor de la penitencia.

Uriel se preguntó si, llevados a la corrupción tal y como se habían llevado estos otrora inocentes monjes y sacerdotes, no comentarían lo confesado por los novicios entre ellos por pura diversión. Abandonando nuevamente tales ideas de su cabeza, se acomodó como pudo en la silla, formuló la cita requerida para comenzar su confesión, y tomo aire.

-Dime, hijo, ¿en qué has pecado? –dijo el sacerdote, al cual identificó Uriel como el Padre Jauffrey, uno de los muchos que se rifaban a su fallecido hermano, lo cual no ayudó demasiado a los crecientes nervios del joven, sumando esto a la presión que ejercía sobre su cabeza el pensar cómo iba a decir lo que se proponía a decir.

– Verá Padre, por supuesto, no es la primera vez que cometo un error, bien lo sabe el Señor…

-Continúa, hijo, continúa; y, por favor, ve al grano –la insolencia demostrada por el sacerdote sólo acrecentó el odio que sentía Uriel hacia él. Podía oír, aunque lejana, aquella dulce melodía de nuevo…

-He cometido uno de los mayores crímenes que pueda haber, Padre, tanto a ojos mortales como a los ojos de Dios nuestro Señor –soltó el muchacho, casi de carrerilla.

-Me asustas, muchacho, ¿de qué se trata?

-He… acabado… arrebatado… la vida de mi hermano, Padre. Al acabar la frase, se produjo un atronador silencio en la pequeña sala. Uriel, que no podía soportar más la presión en su cabeza, el calor que de repente le había aquejado, y la estridente aunque perfectamente bella música, que se alzaba de tono por segundos, gritó:

-¡Sí, ESE hermano, Padre! ¡Ese niño al que no le importó llevar por una senda de espaldas al Señor! ¡Sí, Padre, está muerto, bien muerto!

-Cielo santo… ¡Socorro! ¡Me ataca un asesino! –gritó Jauffrey, completamente aterrorizado.

-¡Atacarte yo! ¡Puede que mi necio hermano creyera tus palabras, pero, desde luego, haré que dejes de mentir! Uriel, fuera de sí, arrancó la mampara de madera que le separaba de su víctima, y ésta, con los ojos desencajados, intentó por todos los medios separarse y después defenderse de su agresor, mas le fue inútil, debido a su vejez y su pésima condición física, muy al contrario que su oponente. El muchacho, que a cada segundo que pasaba le repercutía más y más la cabeza, se abalanzó sobre el obeso sacerdote, le tumbó, y al no encontrar ningún objeto que pudiera ser usado como arma a mano, rodeó su orondo cuello con ambas manos y apretó. Tras unos segundos, el Padre Jauffrey había muerto, y Uriel se sentó al lado del cadáver, ya tranquilo y relajado, y disfrutó de la música. Llegaron entonces novicios, diáconos y demás gente, y observaron horrorizados la grotesca mueca que se había congelado en la cara del recién difunto sacerdote, y, más horrorizados aún, la cara de sumo placer que se perfilaba en la cara de Uriel. Éste, consciente de que no saldría con vida de esa situación, y habiéndose desahogado y disfrutado lo suficiente, se levantó y corrió hacia el tumulto de gente apiñada en la puerta de la pequeña sala. La mayoría, por miedo a aquel asesino, le dejaron pasar sin miramientos, y los que tuvieron el valor suficiente, fueron tumbados por la imparable fuerza en movimiento en la que se había convertido Uriel. Corrió hacia la puerta y salió de los límites del monasterio, mientras que gritaba incansablemente “¡Hermano, hermano!”.

Donro


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