Una vez más lo intentó. Alzó su mano, temblorosa y vacilante, rozando con cariño su mejilla. Entrecerró los ojos, y se dispuso a paladear ese momento electrizante que precede al beso, esa mirada al vacío desde el borde del abismo, el sabor de la incertidumbre y de la nada, mientras la otra mano trepaba audaz por su cintura. Y entonces, con deliciosa lentitud, sus labios se tocaron suavemente. Apenas un roce, un atisbo de lo que sucedería a continuación. Después, mas lento aún, un segundo encuentro. Sintió el sabor de su aliento. Sintió el tacto de sus manos revolviéndole el pelo, ya de por sí desmadejado. Sintió que algo ardía en su interior. Sintió…Bah, era inútil. Alzó la mirada al techo, derrotado. Aquella mirada felina de unos ojos castaños seguía clavada en el fondo de su mente y de nuevo conseguía desesperarle. Eran de un color vulgar, tan típico como las hojas secas en otoño, y sin embargo, distinguiría esa mirada y esos ojos entre un millón. Cogió una botella y observó el vacío en su interior. Con la segunda tampoco tuvo suerte. Pero la tercera aún contenía ese whisky tan fuerte que era capaz de enviar instantáneamente a sus…
La vida de Ledrare no empezó elegantemente. Nació en Saco de Pulgas, los barrios bajos de Desembarco del Rey, extramuros. En un establo usado por mercaderes (de mercancías baratas y de baja calidad) y prostitutas (baratas y de baja calidad). Su madre era una de las habituales del establo, y no era mercader.
Estaba postrada bajo una mesa. No era una situación anormal, puesto que llevaba así varios meses, desde que se la llevaron por la fuerza de su hogar y la arrastraron… allí. Un lugar denigrante a la vista, austero y pobre. Un lugar en el que ahora transcurría su vida, a no ser que la sacaran sólo para cargar con los trastos de sus captores; ciertamente, esos momentos lo eran todo para ella, ya que, aunque tenía que hacer de mula de carga, no estaba metida debajo de su ya descrita prisión.
Diego se acababa de instalar en su nueva casa. No era una mansión, pero tampoco era una de esas cajas de cerillas de treinta metros cuadrados, que estaban tan de moda en Madrid. Con una hipoteca que terminaría de pagar el día de su jubilación, si no hubieran atrasado dicha fecha un par de años, las perspectivas eran poco halagüeñas. Sin embargo, Diego estaba muy ilusionado, ya que por fin se había instalado con la chica de la que llevaba enamorado desde el instituto…
La luz parpadeante del servicio le molestaba en los ojos. Despertó en el baño con un terrible dolor de cabeza; el sabor a whisqui con hielo le recorría cada parte de su ser. Se levantó del suelo frío y húmedo con la ayuda de lavamanos. Dentro de este había un bote de pastillas, semivacío, con la tapa abierta y el contenido esparcido en un gran charco a sus pies.
Andrés salió de su casa una mañana, de un día cualquiera, de cualquier año. Su calle seguía igual que todos los días. Los coches pasaban con la misma prisa, los niños iban al colegio armando el mismo alboroto y los mismos árboles de siempre se mecían con la suave brisa de aquella soleada mañana. Y aquel joven –de no más de veinticinco años- se dirigía al trabajo como todos los días. Inspiró. El aire fresco le despejó, en parte y comenzó a sentirse bien, por nada en particular, sin saber muy bien por qué.
Paró de caminar y contempló aquel hermoso jardín a través de las vallas. Permaneció un rato observando a los árboles, que pacientemente trataban de ocultar la hierba bajo un manto de hojas. Éstas caían lentamente, y se iban posando suaves y en silencio,sobre el suelo, alfombrando aquel lugar.
¡Oh, qué delicia! ¡Oh, que sumamente deliciosa le resultaba para sus oídos esa profunda sinfonía, ese conjunto de melodías tan exquisitamente entrelazado! ¡Oh, que suave degustación sonora, esa ambrosía melodiosa, ese néctar rítmico! ¡Oh, que profundos resultaban esos coros, que cantados por ángeles parecían…! Todo esto es lo que oía, lo que sentía Uriel, al ver el cadáver de su hermano en sus pies.
«Parece que la tormenta remite ¿no?» fueron las palabras con las que Mark saludó a su compañero de celda de cálculo. A pesar de que una espesa capa de nubes cubría todo el cielo y de que no era una fase de ciclo solar favorable, podían distinguirse los dos focos del sistema binario sin mucho esfuerzo.
Siempre me han dado miedo los espejos. Cuando era pequeño había un espejo en el salón de casa que se veía perfectamente desde mi habitación. Así que por las noches, cuando miraba hacia la puerta, veía el espejo. Cuando había poca luz, yo veía sombras, incluso caras en él. Eso me hacía pasar un calor terrible en verano, ya que casi todas las noches acababa por levantarme, con los ojos cerrados para no ver mi propio reflejo deformado por la oscuridad, para cerrar la puerta, lo que hacía que mi habitación se convirtiera en un horno a los pocos minutos. Mis padres decían que era normal ver cosas raras en la oscuridad, y que tenía que enfrentarme a mis miedos.